Acostumbrados a hablar de las relaciones entre cine y literatura, explorar los parentescos entre cine y pintura y sondear las dimensiones filosóficas del cine, tendemos a olvidar con demasiada facilidad los remotos y firmes vínculos del binomio CIENCIA-CINE. Aunque la primera historia general del cine publicada en 1925 dedi caba la mitad de la obra a evocar, razonar y justificar las múltiples y esenciales ventajas que para la investigación científica y la enseñanza de las ciencias habría de reportar el cinematógrafo, el nuevo invento -como consecuencia del gran desarrollo científico e industrial del siglo XIX- había derivado tempranamente por otras sendas y, como tantas veces ha sido dicho, la fórmula Méliès había desbancado a la Lumière y desde entonces el cine apostaría por el espectáculo antes que por la ciencia. La representación cinematográfica de la ciencia y la tecnología no había hecho sino comenzar con aquellas deliciosas ficciones de Méliès pobladas por numerosos y variopintos científicos. A partir de ese momento, toda la historia del cine estará salpicada de apariciones de hombres de ciencia que terminarán por configurar diversos arquetipos fácilmente reconocibles por el público.