Si aceptamos que la cosmovisión es una forma específica de ver e interpretar el mundo, debemos también admitir que el ser humano, independientemente de la época o de la cultura, no puede sino vivir de alguna manera al interior de una cierta cosmovisión, la que le aporta un relato, reaviva sus raíces mágicas y lo abre a la trascendencia. De este modo, el mapuche y el hombre en general viven al interior de un mito -inevitablemente de carácter religioso como se evidencia en nuestro texto-, lo que a su vez significa que la experiencia religiosa es algo inherente al ser humano. Una experiencia que está en el hombre cuando nace y cuando muere, pero que mientras vive debe responder a los interrogantes que intentan dar sentido a su existencia con el fin de proyectarlo hacia lo Absoluto.
En el caso del mapuche, su experiencia religiosa se consolida a través del evento mítico de los orígenes, que continúa actualizándose en nuestros días por medio de la observancia del admapu, lo que a su vez posibilita la constatación de que para él -al igual que para las culturas ancestrales-, la mejor forma de conocer la realidad es la que se ofrece a través de la transmisión y de la vivencia del mito, en cuanto este es considerado como un relato real de una creencia religiosa que convierte el tiempo remoto en un aquí y ahora.
